Jueves 16 de Abril



Dice Eurídice

Horacio Castillo - Alaska, 1993


La ansiedad me dominó, y luego la inquietud, cuando supe que venías:
horror de que me vieras así, con este tocado de sombra, el pelo sin brillo
-el pelo, que el sol no se cansaba de dorar.
Terror también de que no fueras el mismo - el que permanecía en mi memoria -
y al mismo tiempo curiosidad por ver de nuevo un ser vivo.
Hace tanto que nadie viene por aquí,
tanto que nadie se llevaba un alma o un perro,
que cuando oí tus pasos y tu voz llamándome,
cuando por fín te estreché, más que a ti estaba abrazando a la vida.
Después tu calor me condensó, me secó como una vasija,
y caminé por el sombrío corredor
otra vez con aquella máquina atronadora dentro del pecho
y un carbón encendido en medio de las piernas.
Caminé de tu brazo, imaginando ya la luz,
los árboles junto a los cuales caminábamos,
aquella habitación llena de espejos
donde flotábamos como dos ahogados.
Hasta que de pronto tu paso se hizo nervioso,
tu pensamiento se espantó como un caballo,
y vi que tratabas de desprenderte de mí,
de librarte de la trampa de la materia mortal.
“No te vayas -supliqué. no me dejes aquí,
y déjame ver de nuevo las nubes y el sol,
suéltame por el mundo como una potranca tracia.”
Pero tú ya corrías hacia la salida,
y durante siete días y siete noches oí cómo llorabas,
y como cantabas en la ribera del río infernal nuestra vieja canción:
“Lo lejano, solo lo más lejano perdura”